Gustavo Carrón
relieves cotidianos
La obra de Gustavo Carrón es tenazmente constructiva. El gesto, erizado y deslizante, áspero y filoso, tiene invariablemente un destino edificante. Pareciera que su meta es llegar a una formación corpórea, una arquitectura que funcione como escenario tanto para la batalla a campo abierto como para el abrigo doméstico. Difícil es precisar la escala: mientras que sus naturalezas muertas poseen el tratamiento de un sólido complejo habitacional, aquellos trabajos más ligados al paisaje, una aldea vista desde lejos por ejemplo, nos traen visiones del interior del cuerpo y sus cavidades óseas.
Como una suerte de croquis visceral, los trabajos de Carrón encuentran comodidad en la velocidad de ejecución y los súbitos cambios de itinerario. Los contrastes pronunciados son constructivos en tanto zonifican el campo de acción y en esa contigüidad de fuerzas opuestas nace, producto del choque, el sostén. Este sentido estructurante aparece en forma esquelética a veces, casi radiográfica. Otras, es un conglomerado cavernoso que multiplica sus nudos en una cohesión pétrea, orgánicamente ligada. La continuidad territorial es puesta en jaque una y otra vez. El ímpetu inicial se diluye o interrumpe en el esgrafiado, la tachadura y la progresiva desaparición de la línea. A menudo manchas oscuras corroen las estructuras, desperdigando núcleos sucios y abigarrados. Sin embargo la línea se sobrepone, logra reintegrarse a un recorrido que no es otra cosa que un apego íntimo al territorio y sus posibilidades de ser habitado.
Bernard Rudofsky en “Arquitectura sin arquitectos” – libro cuyas ilustraciones en blanco y negro Gustavo revisó una y otra vez en un proceso de abstracción imaginativa- revaloriza aquella arquitectura vernácula, anónima y espontánea- a menudo excluida de la historia- desde la ciudad troglodita de Pantálica hasta las casas-cueva de la meseta de Loess en China. Estos constructores sin escuela no tratan de “conquistar” la naturaleza, sino que se adaptan al clima y aceptan el desafío de la topografía sin negar el accidente del terreno ni esquivar lo escabroso del paisaje. Se sienten atraídos por las más complicadas configuraciones: les fascinan los laberintos, las cámaras secretas, los pasajes, las aldeas subterráneas y las que tocan el cielo al borde del escarpado precipicio.
Existe un paisaje invisible, latente, sobre el cual el artista debe construir un mundo propio, su refugio. Para Gustavo Carrón el lienzo en blanco no es un campo repleto de amables posibilidades. Es más bien un territorio hecho de obstáculos y de accidentes, una zona tan conflictiva como generosa, que hace surgir una versatilidad melancólica y obstinada, aquella fuerza compositiva que mantiene las cosas unidas y en pie.
Verónica Gómez